EXISTO,
LUEGO PIENSO
Elisabeth
de Bohemia
La tradición filosófica
clásica comenzando por Platón y terminando por Nietzsche consideró al ser
humano como víctima de dos fuerzas irreconciliables y antagónicas: la razón y
el corazón. La diferencia entre unos autores y otros es que, mientras unos
apuestan por lo que llamamos razón,
pensamiento o entendimiento, los otros lo hacen por el corazón, las emociones o
los sentimientos. El caso es que unos y otros, generalmente, consideran al
corazón y a la razón bajo una perspectiva de guerra y lucha como explícitamente
afirma Pascal. Nosotros rechazamos, siguiendo a Antonio Damasio en su libro, El
Error de Descartes, la tesis
dualista de Descartes y afirmamos que existimos, luego pensamos. Con ello, nos
referimos a que sólo porque existe nuestro cuerpo, soporte de las emociones,
pensamos. Y más allá de las tesis de Damasio defendemos que emoción y
pensamiento son inseparables, se complementan y perfeccionan mutuamente.
En primer lugar, la anatomía
humana, desde el punto de vista de la evolución, sostiene que el cerebro
humano, al igual que el resto de órganos de nuestro cuerpo, también ha
evolucionado. Y así, el tallo cerebral, el
hipotálamo, el prosencéfalo basal, la amígdala y la región cerebral cingulada
la compartimos con individuos de muchas especies. Y el papel básico de este sótano de nuestro
cerebro es regular los procesos vitales
básicos sin que intervenga la mente o la razón. Pero, además, y esto lo
queremos resaltar, estos circuitos innatos intervienen no solo en la regulación
corporal básica, sino también en la configuración de la planta alta del cerebro o neocorteza, y
en el despliegue de su actividad. Por tanto, anatómicamente, la neocorteza
cerebral es la cúspide evolutiva del cerebro primitivo o animal, y ambos son
engranajes de un mismo sistema u organismo que tiene por finalidad la
supervivencia en las mejores condiciones.
En segundo lugar, resulta
evidente que no serían viables aquellos organismos que, desde su configuración como
sistema, implicasen contradicción u oposición interna. Por ejemplo, si un coche
es un sistema mecánico cuya finalidad es el movimiento, sería contradictorio
que dos ruedas generasen movimiento hacia delante y dos hacia atrás. En el
mismo sentido, el organismo humano, en cuanto que sistema configurado hacia la
supervivencia, no sería evolutivamente viable si razón y emoción permaneciesen
en lucha, contradicción u oposición, pues se bloquearían mutuamente y la
supervivencia sería inviable. Esta idea queda reforzada con los argumentos de
la fisiología.
Ya Descartes recurrió a la
fisiología para relacionar las cinco pasiones del alma con los movimientos de la sangre y lo que llamaba espíritus. Más
recientemente, Javier Sampedro, en su
artículo El amor es química y algo de amistad,
se basaba en los experimentos e investigaciones de neurofisiólogos como Helen
Fisher de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, y de Larry Young, de la Universidad de Emory,
para afirmar que los tres tipos de amor humano: pasional, romántico y de
fidelidad eterna, se producen a consecuencia de un determinado nivel de
sustancias químicas y neurotransmisores en el cerebro. Así, el amor pasional
vendría determinado por el alto nivel de testosterona en el hombre; el romántico
por el alto nivel de dopamina y el de fidelidad eterna por el alto nivel de oxitocina y vasopresina. Pero, la
pregunta que nos hacemos aquí es: ¿depende también la actividad del pensamiento
de neurotransmisores y sustancias químicas a la hora de razonar?
Como ya hemos argumentado,
hoy sabemos que las sustancias químicas del
sótano del cerebro desencadenan
las emociones con sus síntomas corporales. Estas emociones, una vez conscientes
se constituyen en sentimientos. Estos sentimientos quedan memorizados para
facilitar las tareas de supervivencia. A su vez, estos sentimientos se
constituyen en imágenes. Con estas
imágenes trabajamos en la neocorteza para confeccionar imágenes mentales con
las cuales elaboramos razonamientos y teorías que nos permitan sobrevivir mejor
y ser felices. Y, lo realmente curioso de este nivel ascendente de actividad
intelectual, es que es inseparable de
niveles ascendentes en los neurotransmisores
que podemos llamar del razonamiento: la serotonina, la norepinefrina y la
acetilcolina. Por tanto, también la fisiología muestra que el razonamiento no
sólo es la culminación de una cadena fisiológica, sino que sin emoción y
sentimiento, no puede haber razonamiento. Hasta tal punto esto es así, que ya
ha irrumpido con fuerza en el ámbito de la filosofía una nueva disciplina en la
que basaremos nuestro siguiente argumento a favor de la armonía entre emoción y
razón: la neuroética.
Las
actuales técnicas de exploración cerebral nos permiten fotografiar los
circuitos cerebrales que se activan en función de la actividad neuronal. Esto ha permitido el despliegue de las
llamadas neurociencias entre las que encontramos la neuroética. Esta ciencia,
en definitiva, pretende explicar la conducta del ser humano sólo a partir de
mecanismos del cerebro. Así, Joshua Greene tomó imágenes cerebrales de sujetos
a los que se les presentaban diferentes dilemas morales. Estas imágenes
mostraban que las zonas del cerebro que se activaban a la hora de tomar la
decisión definitiva para resolver el dilema eran las relacionadas con la emoción.
En esta perspectiva, el psicólogo Jonathan Haidt en su libro El perro emocional y su cola racional,
tras diferentes pruebas realizadas a seres humanos concluyó que toda decisión
moral es ante todo una intuición o movimiento emocional que activa, a modo de
sombra o efecto remoto, la argumentación racional para justificar dicha
emoción. Por tanto, estamos de acuerdo con Greene y Haidt que la emoción actúa
como detonante de la razón, pero contra Haidt, negamos que la actividad
racional sea un mero apéndice, una sombra o efecto casi inútil de la emoción.
Por el contrario, la razón y sus creaciones, a esta altura evolutiva, resulta
imprescindible para la subsistencia y la felicidad. ¿Cómo puede ser esto? Para resolver esta cuestión presentamos un
análisis en clave filogenético.
Según
la filogenética la capacidad encefálica del Australopitecus era de unos 520 cm3.
Esta capacidad se triplicó en 6 millones de años en su descendiente: el Homo
Sapiens. El mecanismo que explica este crecimiento es que el cerebro responde
al ambiente y, en ocasiones, lo modifica para sobrevivir, pero, a su vez el
ambiente modificado actúa sobre el cerebro, modificándolo a su vez. Así, se
alcanzó la capacidad encefálica del Homo Sapiens. Pero, el ambiente ha llegado
a tal nivel de sofisticación y artificialidad que el sótano del cerebro o
mecanismo automático de las emociones actúa de detonante o interruptor hacia
los mecanismos de la parte alta del cerebro o razón, debiendo ésta elegir la
opción más conveniente a nivel consciente. Así, por ejemplo, ante un peligro
como pueda ser un incendio, tenemos los mismos síntomas emocionales que un
animal en peligro, pero, si nos encontramos en un hospital, ambiente
artificial, sabemos que la elección, si queremos salvar nuestra vida, ha de ser
racional. Esto explica la aparente oposición entre corazón y razón, pues el
corazón sería un mecanismo inconsciente y primitivo del sótano del cerebro, y
la razón un mecanismo consciente y actual. Y decimos ‘’aparente oposición’’
porque seguimos necesitando vitalmente las emociones, pero también necesitamos satisfacerlas
desde el nuevo escenario o ambiente en el que nos encontramos, que es el
resultado de las creaciones de la razón. De ahí el imprescindible papel de la
razón en la toma de decisiones. Pues actúa de modo similar a la emoción, pero
en un escenario artificial, creado por la misma razón.
En conclusión: según el
argumento anatómico que defiende la configuración complementaria entre el
sótano del cerebro y la parte alta del mismo; fundamentados en que somos un
solo organismo vivo con un único fin, la supervivencia y la felicidad; de
acuerdo con el mecanicismo fisiológico emocional muy similar al racional; a
tenor de los descubrimientos de la neuroética que relaciona nuestras decisiones
morales con la actividad en las zonas cerebrales en las que se ubica la
emocionalidad; y finalmente, conforme al argumento filogenético que presenta la
capacidad craneal del hombre como el resultado de un camino evolutivo exitoso
en la supervivencia y la felicidad, afirmamos que existimos, luego nos emocionamos;
nos emocionamos, luego pensamos. Es decir, la razón no sólo completa, culmina y
perfecciona al corazón, sino que al elaborar ideas y teorías con vistas a la
supervivencia y felicidad necesita también la aprobación del corazón. ¿Acaso,
alguna de las grandes teorías o descubrimientos científicos estuvo exento de
emoción en la pregunta que lo suscitó o en la formulación que la concluyó? No.
Así, nosotros cuando hemos iniciado esta
composición lo hemos hecho desde una emoción que hemos razonado, y ahora esa
emoción razonada la recobramos como razón emocionada. En cualquier caso,
estamos convencidos de que si al corazón y a la razón, las respetamos en sus
funciones respectivas, complementarias, inseparables y de perfeccionamiento
mutuo, nos aproximaremos cada vez más a la felicidad.
También es de destacar el trabajo de Eliane, que bajo el psedónimo de Mercedes Eliade, acuidió con el siguiente trabajo y que también es digno de un meritorio reconocimiento:
PIENSO QUE LA RAZÓN PIENSA QUE EL
CORAZÓN NO LO HACE
Mercedes
Eliade
¿La razón puede entender al corazón? Según el
sentido que toma la palabra entender en esta pregunta, se puede
contestar de diferentes maneras. Si con entender nos referimos a
analizar los motivos que llevan al corazón a reaccionar de diferentes maneras,
podemos decir que la razón sí que entiende ese lenguaje, basándose en los
conocimientos que tiene acerca del cerebro humano. Si consideramos que entender
significa aceptar, estar de acuerdo, la razón no aprueba siempre los motivos
del corazón. Por tanto, en mi exposición voy a defender por una parte, la
cooperación que existe entre el corazón y la razón, basándome en el fin último
que persigue cada una de ellas: la supervivencia, y por otra, voy a sostener
que a pesar de la cooperación que existe entre ambas facultades, hay una
diferencia radical entre ellas definiendo la razón como algo superior y de
origen divino que va más allá de lo material y de las felicidades pasajeras,
algo que está por encima de las pasiones y los sentimientos.
Mi
argumentación comienza recordando la tesis de Pascal al referirse a la relación entre la razón y el corazón: “Guerra intestina entre la razón y las pasiones […] al haber lo uno y lo
otro, el hombre no puede sino estar en guerra”. Pienso que su pensamiento
es demasiado radical y mi argumento principal para contradecirle es que tanto
la razón como el corazón tienen un mismo fin, la supervivencia y la felicidad. No
sería viable, desde este punto de vista, un ser vivo cuyo organismo a la hora
de decidir sobre su supervivencia quedase bloqueado porque una facultad le
ordena una cosa y la otra facultad otra. Por ello, descarto la posición de guerra
entre la razón y la pasión.
Pero,
además, la neurología define al corazón como una parte instintiva del
cerebro que es común a todos los animales, una parte, que se activa mediante
estímulos tanto interiores como exteriores al cuerpo liberando unas sustancias
que provocan las sensaciones, las emociones, los sentimientos, los actos
instintivos. Por otra parte, dice que los seres humanos, a diferencia de los
animales, tenemos una corteza cerebral que es un sistema mucho más complejo,
que analiza, que estudia, que interroga las cosas, la razón. La parte instintiva
busca una satisfacción rápida y momentánea, busca el placer al instante sin
pararse a pensar en las consecuencias de sus actos. La razón, en cambio,
analiza la situación, piensa en las consecuencias, valora y es capaz de aplazar
la recompensa, la felicidad, con tal de que sea más grande y más duradera. Por
tanto, desde la neurología, tampoco se puede decir que hay una guerra entre
ellas porque al centrarse en el fin, en el objetivo de cada una, nos damos
cuenta de que es el mismo: la felicidad y la supervivencia del individuo. ¿Cómo
es que entonces percibimos esa oposición entre el corazón y la razón?
La
sensación que tenemos de que a veces se opongan estas dos partes es debido a
que la parte instintiva, la parte animal que tenemos, reacciona para la supervivencia de manera mecánica, y
este mecanismo, a veces, no concuerda con el contexto actual, con la
civilización que se ha creado a partir de la razón a lo largo de la historia. Pensemos
en el siguiente ejemplo: vamos a imaginar que estamos en un instituto y se
produce un incendio. Instintivamente, saldríamos corriendo, como hacen los
animales cuando se produce un incendio en el bosque, con el único fin de salvar
nuestra vida. Pero, nuestra razón, que
analiza la situación, se daría cuenta de que estamos en una civilización
avanzada, que tiene medidas y sistemas de seguridad que nos darían una mejor
solución para escapar de forma ordenada, pensando que si todos se dejaran guiar
por el instinto, se provocaría un caos por la aglomeración y no nos
salvaríamos. Esta es la causa por la que a veces, la parte instintiva nos dice
una cosa y la razón otra, porque la parte instintiva se limita a lo material, a
lo animal, a diferencia de la parte racional que está avanzada, que delibera y
entiende la sociedad y la civilización que ella misma ha creado. Pero, ¿cuál es
el origen de este poder de razonamiento que predomina sobre los instintos y las
emociones? ¿Por qué debemos dejarnos guiar por él?
Desde
la época clásica griega se creía que el alma era de origen divino, así aparece
en la literatura griega con el mito de Eros y Psiqué, el mito de Prometeo.
Después, Platón, desde un punto de vista más filosófico, también lo entendió
así. Idea que han retomado las religiones como el Cristianismo, el Judaísmo o
el Islam, hasta nuestros días. Entre los más brillantes científicos también ha
sido compatible el rigor de la ciencia con la fe en Dios y una dimensión divina
del hombre. Es el caso de científicos de la talla de Louis Pasteur, fundador de
la microbiología, Max Born, por sus investigaciones en el ámbito de la física
cuántica, o el mismo Einstein. Por mi parte también estoy de acuerdo en que el alma humana y la razón son una
huella de la presencia de algo divino en el hombre en base a las siguientes
razones.
En
primer lugar el cambio radical que hay entre la parte instintiva y la razón no
puede haber surgido por la mera inercia de la naturaleza, como una evolución
necesitada o impulsada por el medio, sino solo mediante una intervención
divina. ¿O es que acaso fue la misma evolución la que exigía la creencia en
Dios para sobrevivir mejor en un principio?
En ese caso, ¿por qué ahora se desprecia esa idea de la razón como algo
divino?, ¿por la evolución de las ciencias y del hombre? Y si todo se juzga por
evolución, ¿no sería razonable que también, un día, por evolución y
supervivencia se despreciase también la misma idea de evolución? Con ello
quiero decir que un científico evolucionista no necesita menos fe en los fósiles de la que yo pueda
necesitar para argumentar mi defensa de la condición divina de la razón y
reivindicar la supremacía de la razón para zanjar cualquier posible conflicto
entre el corazón y la razón. Pues si en la razón radica nuestra semejanza a
Dios ha de ser definitiva a la hora de zanjar las cuestiones entre el corazón y
la razón.
Además,
S. Anselmo decía que el hombre al razonar, puede pensar en la perfección, en un
ser que tiene todos los adjetivos positivos, sin error, sin defecto, un ser
perfecto. Si este ser no existiera, ya no sería un ser perfecto, porque no
existiría y por lo tanto la razón no se lo podría imaginar como perfecto.
Después, ¿podría un ser finito pensar en algo infinito sin que este algo
existiera? Según Descartes no, ya que lo “más”, no se puede explicar a partir
de lo “menos”. Por tanto, si no existiera ese “más”, ese ser infinito y
perfecto como origen de la razón, la razón no podría pensar en Él como origen o
como existencia.
Por
otro lado, la libertad que atribuimos a los seres humanos también fundamenta mi
postura. En el ámbito de la libertad, en filosofía, existen varias posiciones
que los pensadores han tomado a lo largo del tiempo, entre ellas está la
posición intermedia o mixta entre el determinismo y el indeterminismo,
planteada por filósofos como Zubiri y Aranguren. Esta posición intermedia define
al hombre, por una parte, como un cuerpo material que está determinado por unas
leyes físicas, fisiológicas y biológicas. Estas características con las que se
nace están inscritas en el código genético y no dependen de nuestra libertad.
Pero, por otro lado, la posición intermedia entre determinismo e indeterminismo
sostiene que desde esa naturaleza que somos hemos de conquistar con nuestras
decisiones un carácter, un yo que todavía no somos. Todos nacemos con los
mismos órganos, pero nadie nace ni médico, ni abogado, ni fontanero. Esto es,
hemos de crear nuestra personalidad. Esta persona se va conformando a lo largo
de la vida con las acciones voluntarias que se realizan a partir de la
deliberación y del razonamiento. El carácter que tiene un individuo es el que
él mismo ha elegido con la razón. Esto también nos indica la importancia, la
superioridad de la razón frente a la pasión y el corazón, pues si el corazón, la
emoción y el instinto fuesen la clave para tomar las decisiones, seríamos sólo
naturaleza como los animales, y ni siquiera se nos podría considerar personas. Es esta ruptura con lo puramente natural lo
que nos obliga a pensar en algo superior a la naturaleza, en algo que está más
allá de lo natural.
Así,
al igual que nuestro cuerpo, nuestra materia, forma parte de un universo que no
conocemos en su totalidad, que es misterioso, pero sabemos que está ahí, así
mismo, nuestra alma, nuestra razón, forma parte de algo superior,
desconocido e inexplicable pero que
demuestra su gran poder en el mundo existente mediante el control que tiene
sobre el complejo funcionamiento que lo mueve, tanto biológica, social, como moralmente. Este origen superior de la
razón es definitivo para demostrar su superioridad frente a su colaborador de
menor rango, el corazón.
Como
conclusión digo que no existe guerra entre la emoción y la razón; la razón
puede entender los motivos del corazón aunque no los comparta; nuestra
condición de persona elegida con la razón muestra la superioridad de ésta
frente al corazón o emoción; las ideas de infinito y perfección apuntan a un
origen divino de la razón; si nos atenemos a la fe, tanta fe exige una postura
materialista como una que reivindique el origen divino. Por tanto, defiendo la
superioridad de la razón sobre el corazón.
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